domingo, 6 de marzo de 2011

Morir en la Meseta

(Por Daniel Ferrer) Encontrarse con un artista es maravilloso. Que ese artista tenga gestos amables para con uno, se hace dificil de tolerar. Y si ese encuentro es en una callecita de Valcheta con Jorge Castañeda, inigualable. Jorge tiene además una particularidad. El "conde"  es un maestro poniendo en primera persona sus relatos. Tomando la posición del protagonista de los avatares de la vida de sus lugareños. Y en este texto, lleva ventaja, por que aunque falten 40 años, Castañeda va a morir en la meseta.


MORIR EN LA MESETA



Es fácil para los que me dicen que me tengo que venir a vivir al pueblo. 

Pobres. Nunca entenderán nada. 

Claro, ellos son jóvenes y el campo mucho no les gusta.

Pero uno a estos años no está para cambiarse de querencia para irse a morir a un lugar extraño y ajeno, por más que tenga más comodidades o lujos y que allá todo sea distinto como ellos dicen con Internet, teléfonos celulares, televisión con cable, gas natural y todas esas yerbas.

Yo nací en estos lugares que algunos llaman perdidos de la mano de Dios.

Aquí aprendí a jugar con la chivada, a cuidar hacienda, no digo a juntar leña porque en la meseta de Somuncurá no hay, ni tampoco ir a la escuela porque en aquellos tiempos ni hablar de esas cosas de pueblero.

El cielo y las huellas del campo supieron ser mi cuaderno, el viento hace a veces de maestro y el silencio de amigo permanente para matar las horas que a veces sobran en esos parajes olvidados.

Y con el tiempo aprendí el oficio duro de criancero.

De perseguir al zorro colorado, de aguantar los inviernos crudos de la meseta con sus nevadas inclementes, de pelearle a la sequía sabiendo que es uno el que siempre pierde, de cuidar los pocos animales, de hacer la esquila a tijera para ahorrar algunos pesos y después de mantener malamente a los hijos que cuando crecen se van para el pueblo y jamás regresan al campo.

Vamos quedando pocos y es una lástima ver tantos puestos despoblados y sin animales.

Para ellos es fácil pero yo no me iré nunca de mi campo.

Es mi pedazo de tierra y  tiene muchos recuerdos. 

La libertad de levantarme temprano y ensillar el caballo para recorrerlo, el aroma de las tortas fritas y del asado de capón dorándose en el fogón, la época de la parición que después se poblará de flores y de verdor, el ruido del agua en los cañadones cuando llueve, el cielo del Sur que en algunas noches se puede tocar con las manos, el ladrido de los perros cuando viene algún visitante, el viento que es como un compañero silencioso y alborotado, los pájaros que al amanecer se levantan con el día.

Tantas cosas tiene mi campo que yo no lo cambio por nada.

Yo sabía que este año el invierno iba a presentarse bravo.

Con muchos grados bajo cero y fuertes nevadas. 

Ellos querían llevarme para el pueblo.

Y yo no quise.

Hoy la nieve en el puesto tiene casi un metro de altura y hace mucho frío.

Para colmo estoy tosiendo mucho y ni remedios tengo a mano salvo algunos pocos genioles.

Es que a mis años tengo muchos achaques.

Pero pienso que hice bien.

Para qué irme a morir a un lugar extraño donde nadie me conoce y yo no conozco a nadie.

Acá murieron mis padres y acá habrán de quedar mis huesos.

Hay que ser muy hombre para poblar la meseta de Somuncurá, para hacer patria con un puñado de animales sorteando mil obstáculos y con la indiferencia de tantos rionegrinos  que ni siquiera se acuerdan de estos parajes perdidos en el mapa y que después se indignan si algún extranjero compra las tierras.

Hay que ser bien rionegrino para quedarse en el campo trabajando a pérdida con unos pocos animales que ni siquiera en años buenos  permiten mantener con cierta dignidad a la familia. 

Hay que saber luchar contra el tiempo, contra las plagas, contra los bajos precios de la lana, contra el frío inclemente de los inviernos, contra los malos caminos siempre intransitables, contra la falta de oportunidades, contra la viveza de los oportunistas, contra los consejos torpes de lo que nada entienden.

Hay que saber mucho de sacrificios y tener el alma bien templada como la tienen los hombres que habitan el ámbito del Somuncurá. 

Este relato es un homenaje a esos sufridos pobladores de la meseta como los Pazos, los Pilquimán, los Carrigual, los Corrigual, y tantos otros que cada día saben sobreponerse a todos los infortunios y hacer patria con toda la entereza que la vida les da.  



Jorge Castañeda

Valcheta (RN)

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